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Impronta en las dunas

Ebrio de nada.

    Extremadamente fláccida la calle comprimida entre tantas cavernas. Camina a través de y se dirige a, pero siempre como si estuviera en el mismo lugar y el movimiento no fuera otra cosa que una previsión que se cumple. Así le vino encima la puerta. No estaba seguro, cada vez más perplejo en el oficio de existir, temía ser devorado en cada instante por la sorpresa. Pero sí, era esa, el número lo decía a gritos. Golpeó con la manita de bronce. Una manita de frialdad y pátina irritantes. La calle se le antojó perdida y sólo quedaba la puerta y el conjunto de habitaciones en las que presumía ser esperado. El aire trasteó a su espalda y arrastró algo, no se inmutó, quiso escuchar dentro, pero entre el otro lado y él, se interponía la gruesa puerta de maderas antiguas que lo absorbía todo. Volvió a golpear con la manita. Nada. Se sintió desnudo y transparente, vacío. Le chupaba la calle y lo arrastraba al origen de sus ilusiones. La puerta se alejó hasta convertirse en un pequeño sello en una misiva que no recibiría nadie. Sus propios recuerdos eran una forma maquillada del olvido. Ella, si acaso, un recuerdo por venir, una premonición. Regresó a sí mismo ebrio de nada. Ni los perros le ladraban, quizá nunca había salido. Sólo entonces supo estaba siendo olvidado. 

1 comentario

Abel German -

Una curiosa (y hermosa) manera de expresar el olvido. El temor al olvido. La puerta como símbolo de lo que se interpone y, a la vez, lo que puede hacer que se acceda. Pero siempre dentro de la imposibilidad del poema. De la vida. En la soledad del olvido. Un poema, sin embargo, que (curiosamente) reconforta.