El ascensor de los perdidos.
Es una calle en la que las sombras destiñen los nombres. Posee coágulos de espera, donde los perfiles del deseo escandalizan al tacto. Los números de las puertas condensan presagios como escalones de promesas. Pasa una niña sin relieve al amparo de las estatuas, juega, a saltitos, un juego cabalístico que ensombrece el rastro del mañana. Yo me tambaleo ebrio de sueños, harto de beber palabras, balbuceando certezas de idiota a mis fantasmas. Pueden creerme, le digo a los gatos, pueden y las esquinas se acurrucan en sus enigmas para confundirme, los semáforos me hacen guiños de engañosa complicidad y me pierdo en el laberinto urbano, zigzagueando perplejo. Me hago extraño en las domésticas rayas de las aceras y sus vaharadas de fracasos aullando desde las alcantarillas. En una de las torres siento la llamada del cielo. Entro. En el ascensor de los perdidos aprieto un botón y me confío. Es el del sótano, pero estoy cansado. Quizá alguien necesite subir, tal vez.
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Abel German -